La república, la propia o la ajena, es una urna de piel y discursos.
La voz de Nina Simona es el aullido de la negra noche, de esa lámpara que alumbra, a lo Ribera, la esquina de cualquier autopista. La mujer sin cabeza que, una vez ha corrido la cortina de su habitación, camina erguida, frágil, de puntillas.
El pintor sabe que la realidad existe en el lienzo de su pensamiento. La idea, ese ratón que huye para jugar en una rueda de eterno retorno, y con el ruido a acero oxidado. Una estaca.
El rey con sus copas vacías, ya sin el vino con el que tantas fingidas fiestas celebró durante su adolescencia. Ahora sólo tiene como bebida la sangre – que creía olvidada – de los que murieron mientras él paseaba con motocicleta por una carretera oscura para la mayoría, y llena de faroles para él y quienes la transitaron.
Pero la transición acaba. Tarde o temprano. Y al final del viaje siempre resuena el motor de los primeros zarpazos.
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