Javier Marías, aunque había avisado muchas veces, causó cierto revuelo al rechazar el Premio Nacional de Narrativa que le concedía el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes. El escritor, que ha renunciado a los 20.000 euros del galardón, dio una rueda de prensa en la que explicó sus motivos. Lo hizo, según sus palabras, por coherencia y porque le “parecería una sinvergonzonería” aceptarlo.
Otro de los casos sonados en España fue el de Santiago Sierra, a quien el Gobierno le concedió en 2010 el Premio Nacional de Artes Plásticas. En una carta que hizo pública el creador – donde se definía a sí mismo como “un artista serio” – argumentaba que “los premios se conceden a quien ha realizado un servicio, como por ejemplo a un empleado del mes». De este modo, por “sentido común”, no podía aceptar un reconocimiento de “un Estado que pide a gritos legitimación ante un desacato sobre el mandato de trabajar por el bien común, sin importar qué partido ocupe el puesto”.
Uno de los arquetipos (por su insitencia en el compromiso) más paradigmáticos es el de Sartre, que en 1964 no aceptó el Nobel. El pensador francés, que también se había negado a recibir la Legión de Honor en 1945, fue claro y rotundo: “un escritor solamente debe actuar a través de su propio medio que es la palabra escrita”. Incluso llegó a decir que, si recogía el premio, ello implicaría perder su identidad de filósofo.
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