
Se acerca un otoño caliente. Los recortes, la precariedad, los desahucios, la corrupción y los chantajes, públicos y privados, han ido metiéndose en la vida de los españoles por la puerta grande. La paciencia, lo sabemos, es un río que se desborda. Pero, una vez con las manos en la masa, con la masa alzando sus manos, se confunde fácilmente la pasión con la euforia, que visten igual, pero que se desnudan de forma muy diferente. ¿Quién señalará las esquinas del matiz? ¿Quién arrancará las venas a los nuevos populismos? ¿Quién se atreverá a pronosticar que las banderas, en realidad, son pancartas de un mesianismo imaginario?
El intelectual. Uno se pregunta dónde estarán los intelectuales. Si es que aún existen. Zambrano, observando a Europa, nos decía que “no hay crisis, lo que hay es orfandad”. Y huérfanos de respuestas y de referentes llegamos a Una historia política de los intelectuales (Duomo, 2012), de Alaian Minc, y viajamos por esa extraña palabra, nacida en el episodio del caso Dreyfus, que define a aquellos que, con la pluma o el verbo, como Zola, adoptan “una posición para enfrentarse al poder”. El paradigma, sin duda, son los editoriales de Camus. Y a todos nos viene a la cabeza esa foto en la que coinciden Deleuze y Sartre. Y el Mayo del 68. Y las equivocaciones. Y los dogmatismos. El riesgo, al menos.
La regeneración. Los jóvenes, aturdidos, nos congregamos alrededor de la tercera edad de Hessel y Sampedro. Del panfleto a los consejos. Hoy – hemos olvidado que el hoy es nuestro – tenemos la Red, instrumento viable para una democracia deliberativa, dibujada por Rawls o Habermas. Pero cedemos Internet, una reflexión crítica sobre sus potencialidades, a un new age de nubes y hojalata. Entonces, claro, citaremos – siempre sin leerlo – a Bauman, a su sociedad líquida, a nuestro miedo líquido, a la vida líquida. Y acabaremos, como no podía ser de otra manera, con un diagnóstico certero: retenemos líquidos. Y arquetipos.
La universidad. La universidad, justo antes de convertirse en escuela técnica, en sucursal, en patio de becarios adinerados, gime como un animal malherido. Jordi Llovet dirá Adiós a la universidad (Galaxia Gutenberg, 2011) mientras Jordi Gracia le contesta con El intelectual melancólico (Anagrama, 2011), en lo que se convierte en una batalla sobre decadencias, fracasos y jerarquías. Porque el intelectual contemporáneo, es cierto, se enfrenta a lo horizontal, que sabíamos que funcionaba bien para el sexo, pero que se ve que también sirve para lo de las ideas. Tal vez, tendrán que aceptarlo, los líderes lo serán menos. Pero que nadie acabe con los prescriptores. Que las autopistas escupen información como lava ardiente.
La cultura. La cultura, que se ha convertido en alfombra roja, en fotocall, en el festival del patrocinio y sus mandangas. Sin embargo, como suele pasar, es a los salvadores de la patria a quienes les gustan más los focos. Y los tópicos. Vargas Llosa se queja en La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012) de que la alta y la baja cultura ya no se distinguen con claridad. Qué obsesión la de este hombre con la talla y las medidas. Vargas Llosa, constatación viva y viviente de que alguien puede ser un maravilloso narrador y un pésimo articulista, cree que la cultura es un traje. Y pide que se lo hagan a medida, mientras defiende los toros y los eufemismos. Nietzsche mató a Dios, Foucault se cargó al Yo, Fukuyama a la Historia. Y Vargas Llosa, si insiste, finiquitará al intelectual como especie. Mientras busca sastre.
El periodismo. El intelectual es un francotirador medicado. Demasiado diazepán para tanta convulsión social. Los periódicos, que llevan años publicando sus propias esquelas, se llenan de pereza y autocensura. Los intelectuales, eso sí que lo tienen, han de comer. Entonces se hacen comisarios – ¡comisarios! – y asesores. As(c)e(n)sores. Escriben recetas, manuales y sinopsis. Y esa madriguera, cubierta de las telas de la falsa objetividad, es la que rechaza Pascual Serrano en su Contra la neutralidad (Península, 2011). ¿Imaginan si Ryzard Kapuścińsky o Rodolfo Walsh hubiesen tenido miedo a molestar?
La sociedad no necesita kamikazes ni héroes de guerra. Tampoco cadáveres, por muy exquisitos que sean. El pensamiento es nómada. Siempre huye. La cultura no es una industria, aunque pueda divulgarse a través de ella. El periodismo no es un espejo, cóncavo y de feria, sino una interpretación, una propuesta. Que no se callen ¿Dónde están los intelectuales?
{Artículo publicado en la revista Qué Leer. Octubre de 2012}
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