Larra sobrevive a los disparos de la Historia. Larra nos observa, nos interroga, se desespera de nuevo. L(o)s mismos Dolores, una España que sigue coronada por una indiferencia que absuelve a todos los naufragios. Umbral, en su Anatomía de un dandy, nos lo decía: “La vigencia actual de Larra es la vigencia eterna de una cabeza pensante en un mundo de estatuas descabezadas”. De las estatuas de los parques del silencio.
Larra nos enseña a detectar todas las trampas. Larra va a la fuente para beber de las costumbres. El romántico, liberal por necesidad auto inmune, viaja por el pseudónimo como quien construye laberintos de espejo y cristal viejo. La censura más peligrosa, que trabaja desde el rugir de una página en blanco, es la propia. La política es, pues, un diálogo, una burocracia, una patria como excusa y arma.
El zigzag diario, esquivar la nota de prensa y la falacia de lo objetivo, eso es lo que nos deja como herencia. La neutralidad; para las recetas, las hormigas y los almendros. Larra, mucho antes del Nuevo Periodismo y la adoración de lo yanqui, nos enseña que la Literatura es eso, compromiso y fraseo. La reflexión que late, la pasión y el nervio. Las miserias de un país, filtradas por un humorismo que releerá – desde su sidecar – un Gómez de la Serna de objetos y metáforas.
El ensayo se ensaya. Hay en la ciudad, y sus personajes, un artificio al que llorar. Entre tanto recorte, de infraestructuras y dignidades, nos queda el aviso de un Mariano que nos previene sobre nosotros mismos. Sobre nuestra pereza, que no es más que otra forma de cobardía. En un párrafo habita todo nuestro futuro, que ciertamente depende de un hilo, pero que es de prosa. Y busca dueño.
[Artículo publicado en la revista El Ciervo, en el 175 aniversario de la muerte de Larra]